Retomamos la anterior entrada de manos de Eduardo Tarrero, a través de las páginas de su libro "Turzo, un lugar de la España resignada".
"...Por aquella época (años 60) ya sólo quedaban algunos viejos aclimatados a la fatalidad y a la costumbre y así transcurrieron algunos años. Es verdad que nunca habían existido grandes perspectivas en aquellas tierras pero en la medida en que las ambiciones no fueran excesivas podía uno sobrevivir con cierta lozanía. Ahora ya no.
Los organismo oficiales rescataron a los ancianos de sus míseras viviendas y los proporcionó acomodo en el asilo donde, según decían, no pasaban frío ni tenían que madrugar para acopiar los escasos alimentos con que aferrarse a la sobria subsistencia.
"...Por aquella época (años 60) ya sólo quedaban algunos viejos aclimatados a la fatalidad y a la costumbre y así transcurrieron algunos años. Es verdad que nunca habían existido grandes perspectivas en aquellas tierras pero en la medida en que las ambiciones no fueran excesivas podía uno sobrevivir con cierta lozanía. Ahora ya no.
Los organismo oficiales rescataron a los ancianos de sus míseras viviendas y los proporcionó acomodo en el asilo donde, según decían, no pasaban frío ni tenían que madrugar para acopiar los escasos alimentos con que aferrarse a la sobria subsistencia.
Muchas casas quedaron completamente vacías. Al ser abandonadas, ni siquiera lloraron sobre ellas sus moradores pues no debían considerarlas hogares sino refugios en los que guarecerse medianamente de las inclemencias del tiempo; algo menos, de las dificultades que la vida les deparara. No eran cobijos en los que vivir sino altares en los que inmolarse día tras día. Dieron una vuelta de llave a los enormes cerrojos, no por ello invulnerables, y las dejaron expuestas a la ruina de la acción erosionante del tiempo y del abandono.
Isaac Merino se resistió a acudir al asilo pese a que lo hicieron todos sus coetáneos y eso que su casa era una de las más húmedas del pueblo. Vivía sólo junto a su mujer Mercedes. No habían tenido ni hijos ni familiares conocidos accesibles. En realidad Mercedes se hubiese ido, pero ni se atrevía a decírselo a Isaac.
A lo mejor estaba renunciando a la última oportunidad de descanso que le brindaba la solidaridad de la sociedad con la que apenas había tenido ningún contacto. Pero su natural sagacidad o desconfianza le permitían vislumbrar nostalgias y pesadumbres en los compañeros que ya se habían ido y que aprovechaban cualquier circunstancia para regresar a su vieja casa aunque fuera nada más que para pasar el fin de semana lejos de los muros asfixiantes del asilo.
Le contaban la suerte de comodidades de que disfrutaban, como la calefacción, la luz eléctrica, la comida relativamente bien condimentada, la sala de juegos y la televisión de las noches, aunque sus ojos ya cansados apenas les permitían percibirla. Isaac les preguntaba por el horizonte, por la tranquilidad de espíritu que allí se disfrutaba. Les preguntaba también si se les hacía largo el día sin hacer nada y si podían dormir después de una jornada de holganza.
Los ancianos fueron cayendo poco a poco. Cada vez subían menos. Menos viejos y menos viajes. Los que quedaban iban dando el parte de bajas. Hasta que no quedó ninguno. A Isaac se le desgarraba el corazón cada vez que le añadían una nueva y definitiva deserción a su memoria. El los consideraba más víctimas de la soledad y de la tristeza que de la respetable edad que ya a todos iba abatiendo. En su fuero interno les recriminaba su evasión pero sin duda los echaba de menos. Se fue volviendo cada vez más taciturno y melancólico.
Un malhadado día una tormenta y las aguas desbordadas de la torca de junto a su trozo de era se llevó la mayor parte del trigo que había amontonado. Tratando de contenerlo parece que mentó algún juramento de impotencia. Pero cuando vio que no podía evitar el desastre cogió el resto, lo colocó sobre el trillo y lo deslizó como una barcaza trágica hacia la corriente para que se lo terminara de llevar.
Cuando se los llevaron a los dos al asilo, ya no se resistieron pero a los pocos días Isaac se escapó. No se sabe como, pero lo cierto es que apareció en su casa, a 63 kilómetros del asilo. Y allí acudieron a buscarlo las autoridades competentes. Dada su rebeldía le vigilaban estrechamente y le ataban a una silla en cuanto lo consideraban en riesgo de repetir su indisciplina. Murió de pena, a los pocos día de haber estrenado su nueva vida, la panacea de los egoístas y de los despegados de sus propias raíces..."
Los ancianos fueron cayendo poco a poco. Cada vez subían menos. Menos viejos y menos viajes. Los que quedaban iban dando el parte de bajas. Hasta que no quedó ninguno. A Isaac se le desgarraba el corazón cada vez que le añadían una nueva y definitiva deserción a su memoria. El los consideraba más víctimas de la soledad y de la tristeza que de la respetable edad que ya a todos iba abatiendo. En su fuero interno les recriminaba su evasión pero sin duda los echaba de menos. Se fue volviendo cada vez más taciturno y melancólico.
Un malhadado día una tormenta y las aguas desbordadas de la torca de junto a su trozo de era se llevó la mayor parte del trigo que había amontonado. Tratando de contenerlo parece que mentó algún juramento de impotencia. Pero cuando vio que no podía evitar el desastre cogió el resto, lo colocó sobre el trillo y lo deslizó como una barcaza trágica hacia la corriente para que se lo terminara de llevar.
Cuando se los llevaron a los dos al asilo, ya no se resistieron pero a los pocos días Isaac se escapó. No se sabe como, pero lo cierto es que apareció en su casa, a 63 kilómetros del asilo. Y allí acudieron a buscarlo las autoridades competentes. Dada su rebeldía le vigilaban estrechamente y le ataban a una silla en cuanto lo consideraban en riesgo de repetir su indisciplina. Murió de pena, a los pocos día de haber estrenado su nueva vida, la panacea de los egoístas y de los despegados de sus propias raíces..."
Pero no son estas las últimas palabras del libro, a Turzo aún le esperaba un nuevo amanecer inesperado. Por estos años de esperanza y utopía desembarcaron en estos pueblos un puñado de jóvenes dispuestos a demostrar que era posible un nueva nueva de vida; fueron llamados, por su original modo de pensar y vivir y de una manera un tanto despectiva "jipis". Muchos se fueron pero algunos se quedaron y siguen viviendo en estos lares 30 años después.
Y uno de ellos fue Miguel y su pareja Cristina. Son ellos los que crearon la empresa Turzo Velas, de venta de velas artísticas y en la que incluso tienen contratados varios trabajadores (en la foto de inicio, la tienda).
Pero Miguel también tiene un proyecto tal vez aún más bello, plantar árboles, en las cercanías del pueblo, junto al esqueleto de la olma, ya crecen centenares, tal vez miles, de arbolitos fruto de la ilusión de Miguel.
¿Y que espera para el futuro? La crónica de Turzo, como la de muchos de nuestros pueblos, aún tiene muchas páginas en blanco pendientes de escribir.
Genial bloque de dos articulos que has hecho. Interesantisimo!!
ResponderEliminarMuchas gracias
ResponderEliminarTurzo! recuerdos de niñez, de Miguel de Nina y demás familia, del cotorro, de su pilón.
ResponderEliminarUn saludo para ellos. Excelente post.Todo un placer seguir su blog.
Muchas gracias
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